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Radar/Página12
de Argentina - 23 de enero de 2005
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Dean Reed
El Elvis
Rojo
Como cantante
country no valía gran cosa. Pero era alto y guapo y norteamericano,
y a principios de los ’60 una de sus canciones de amor sacudió los
charts de dos remotos países sudamericanos. Entonces Dean Reed nació
de nuevo. En Chile y Argentina arrasó entre las chicas, protagonizó
películas y fue tapa de todas las revistas. Pero descubrió
también la miseria, la represión de las |
dictaduras
y una entusiasta vocación política que en pocos años
lo llevaría a convertirse en el embajador musical del socialismo
en plena Guerra Fría. En 1986 lo encontraron flotando en un lago
de Berlín Oriental. ¿Era un espía soviético?
¿Un agente de la CIA? ¿Un fracasado sin esperanzas? Parte
de un libro en preparación, lo que sigue es la vida de Dean Reed,
(a) Míster Simpatía, (a) el Elvis Rojo: el hombre que le
robó la novia a Palito Ortega y llevó el rock a la Plaza
Roja de Moscú antes que nadie.
Eduardo
Montes-Bradley
Antes de las cookies y los pop-up windows
de Internet hubo bumper stickers, esas calcomanías que se adherían
a los paragolpes de los coches y proclamaban la filiación política
del conductor o su estado civil, la condición de alumno destacado
del gordito que saluda apoyado en la luneta trasera, las simpatías
por algún equipo de béisbol, que los marines tienen que irse
de Nicaragua o que se ama Nueva York aunque la patente diga Nebraska. Hoy
ya no se ven bumper stickers, en parte porque lo que desapareció
fueron los paragolpes y, no habiendo donde pegar las consignas, la oferta
fue desapareciendo. Por eso me llamó tanto la atención encontrarme
frente al más enigmático que jamás haya leído:
Who’s Dean Reed? (“¿Quién es Dean Reed?”). Por una vez, el
sticker no buscaba marcar diferencias ni señalar simpatías;
postulaba un enigma. Y llevaba más de veinte años pegado
en el paragolpes de ese Volvo.
Entre muchas otras cosas, Reed es
el protagonista de American Rebel, un documental de Will Roberts donde
este cowboy alto, rubio y de ojos claros, mediocre cantante folk, confiesa
abiertamente su conversión al marxismo-leninismo, su simpatía
por las luchas obreras, su fervor socialista. También aparece cantando
para Arafat y las tropas sandinistas, en Chile en tiempos de la represión
y en la Plaza Roja asediado por adolescentes, como si fuera un beatle cualquiera.
El film de Roberts es una suerte de respuesta tardía a Alicia en
el país de las maravillas, aunque los decorados que elige Reed para
sus viajes estén más cerca de Jonathan Swift que de Lewis
Caroll.
En 1985, cuando American Rebel se
exhibió en Denver, Ronald W. Reagan cursaba el primer año
de su segundo mandato y la URSS era, según sus palabras, “el imperio
maligno”, el mismo en el que Dean Reed vendía centenares de miles
de discos y había protagonizado decenas de films. Estados Unidos
tenía a Baryshnikov; los rusos a Reed, el Elvis Rojo, el Johnny
Cash de los Cárpatos, el Kenny Rogers de los Urales, el Clint Eastwood
de la lucha por la paz. Con el tiempo, el vaquero socialista acabaría
por convertirse en una postal descolorida de la Guerra Fría. Pero
por simple que fuera, el enigma no estaba resuelto: la historia no terminaba
de contarse. Algo del nombre de Reed me era mucho más familiar.
Quizás fuera el eco del otro Reed, que inauguró la conversión
hacia el Este a principios del siglo XX, en aquellos diez días que
conmovieron al mundo, y reencarnó en Reds en el pellejo de Warren
Beatty. (A Dean, ahora, podría tocarle llegar al cine de la mano
de Tom Hanks.)
Pero a mí algo seguía
faltándome en la historia del camarada cowboy.
Me faltaba su destino latinoamericano.
Porque fue en el Sur donde Dean
Reed, acaso sin saberlo, empezó a entregarse a la causa del internacionalismo
proletario. Antes de integrar el top ten de las prioridades soviéticas,
el cowboy (“Míster Simpatía”) había arrancado suspiros
de las chicas porteñas. Había frecuentado los estudios de
Radio Mitre, el auditorio de la UOM y los carritos de la costanera. Había
estado preso en Devoto y calavereado en las boîtes de moda. Había
pisado los mismos sets que Andrea del Boca y aparecido a menudo en los
“Sábados Circulares de Mancera”. Fue aquí, en Buenos Aires,
donde yo mismo lo vi moviéndose como Elvis en la pantalla cóncava
del Philips que mi zeide había comprado en cuotas a un cuentenik
de Burzaco. Y fue aquí, en plena calle Lavalle, donde Reed firmó
autógrafos después del estreno de la película de Enrique
Carreras donde se atrevía a soplarle la novia a Palito Ortega. Y
esa misma fiebre la había protagonizado poco antes en Chile, donde
un inesperado éxito musical, sumado al contacto con Pablo Neruda
y la familia Parra, lo habían llevado a politizarse hasta ultrajar,
en un episodio memorable, a su propia embajada en Santiago.
De modo que si los soviéticos
lo consagraron, nosotros –los del Sur– lo habíamos convertido.
Un vaquero en Beverly Hills
Dean Reed nació el 22 de septiembre
de 1938 en Wheat Ridge (hoy un suburbio de Denver), mientras Chamberlain
volaba a encontrarse con Hitler para discutir el destino de Checoslovaquia,
y cuarenta y ocho años después apareció flotando,
muerto, en el lago Schmockwitz de Berlín Oriental, a pocos pasos
del departamento donde vivía con su tercera esposa. En más
de un sentido, su vida es un espejo de los años que van del apogeo
del fascismo al derrumbe del bloque socialista.
Hacia fines de los ’50 se había
instalado en Los Ángeles, donde firmó contrato con Capitol
Records y la Warner Brothers. Hollywood se recuperaba de las cacerías
de brujas del macartismo y los “rojos” que se atrevían a asomar
las narices lo hacían con todas las precauciones del caso. Uno de
ellos era Paton Price, tutor de Reed en la academia de actores de la Warner.
O algo más que tutor: en los ‘60, el plan de entrenamiento actoral
contemplaba, entre otras cosas, el debut del cowboy en un burdel de lujo
y la voluntad de luchar por la paz en el mundo. Sólo que La Paz,
por entonces, era una marca registrada del bloque socialista. Reed, pupilo
aplicado, aprendió mucho de Paton.
En aquellos años, hubo otros
que sacaban la cabeza fuera del agua por primera vez, y algunos hasta se
animaban a subir el volumen para que los acordes del banjo de Pete Seeger
se filtraran en las habitaciones del vecino. El grito de guerra The russians
are coming! iba disipándose a medida que los rusos no movían
un solo tanque: los rusos no venían y los rojos locales se volvieron
cada vez más audaces. La revolución ya no tenía lugar
en tierras exóticas bajo nombres extravagantes: aquí y ahora
sucedían hechos que tenían a la clase media norteamericana
sumamente alterada. Sin ir más lejos: la aparición de Elvis
Presley en el horizonte del Mississippi. Yendo un poco más lejos:
Cuba. (¿Por qué no pensar que los pelos y barbas de Santa
Mónica y el Escambray eran parte de un mismo fenómeno de
la cultura pop?)
Cuando el Che hizo su aparición
estelar en el foro de las Naciones Unidas, Dean Reed ya había grabado
varios discos, había aprendido mucho en poco tiempo y acababa de
descubrir, de la mano de un señor llamado Hugh Heffner, algo que
martirizaba a su padre, el republicano furioso Cyril Dean, y tenía
a toda su generación caminando con las manos: el sexo. Estados Unidos
estaba cambiando. En California vuelan las bragas y se rompen límites;
en Santa Clara y Matanza se organizan actos de repudio que establecen nuevos
límites y se refuerzan los calzones bajo la celosa mirada de la
moral revolucionaria. Con las bragas de los primeros también vuelan
muchos otros resabios de la cultura rural y se consolida definitivamente
un hecho revolucionario trascendente: el rock’n roll.
Así estaban las cosas cuando
Reed recibe una llamada de Capitol Records. Teme lo peor: ninguno de sus
discos ha tenido nada que se parezca a un éxito. Pero la discográfica
le anuncia que su suerte está cambiando: su simple “Our Summer Romance”
ha alcanzado el puesto número uno en el ranking de... ¡Argentina!
En realidad, no sólo de Argentina: también de Chile y Perú.
De golpe Sudamérica se presenta como un horizonte. Pero ¿dónde
queda? Por aquel entonces, un bumper sticker rezaba: God is Alive and Well,
in Argentina (“Dios está vivo y bien en la Argentina”). La leyenda
parece escrita para Reed, que de la mañana a la noche se había
convertido en un semidiós para las comunidades jóvenes de
allá abajo.
Del lado chileno
A principios de 1962, Dean Reed obtuvo
su pasaporte norteamericano. Supuestamente debía embarcarse con
destino a Santiago el 9 de marzo. Como todos los pasaportes emitidos en
aquellos años, el suyo llevaba inscripta la leyenda No válido
para viajar a Albania, Cuba y las partes de China, Corea y Vietnam bajo
control comunista. Con esa advertencia empieza la saga Reed, todo un símbolo
de la era Eisenhower. Es poco probable que el cowboy llevara un ejemplar
de La otra América: Pobreza en los Estados Unidos (1962), el libro
clásico de Michael Harrington, fundador y líder del partido
Democratic Socialists of America, que había calado hondo en la nuevas
corrientes liberales norteamericanas. Reed no era muy afecto a la lectura;
por lo general, tocaba de oído. Su formación era intuitiva,
solidaria, voluntarista. En ese sentido, el universo que encuentra al llegar
a Chile es ideal para poner en práctica la retórica aprendida
de Paton al compás de la música de Pete Seeger y los versos
de Woody Guthrie. La afinidad con las luchas revolucionarias latinoamericanas
de aquellos días reclama pocos requisitos ideológicos: basta
reconocer las diferencias entre pobres y ricos y abogar por un mundo en
el que todos tengan techo, cuidados médicos y educación básica.
Reed no tardará en abrazar esas tres banderas del socialismo.
El cantante desembarca en Santiago
poco antes de que arranquen las operaciones clandestinas de la CIA que
culminarán una década más tarde con el golpe de Estado
del 11 de septiembre de 1973. Hasta entonces, Chile había sido un
país menor en la agenda de Washington. Pero el horno no estaba para
bollos: mientras Cuba se había declarado abiertamente comunista
y Lyndon B. Johnson anunciaba no estar dispuesto a ceder más terreno
al enemigo soviético, Chile navegaba una transición incierta:
en 1958, Salvador Allende había perdido la presidencia por el 3
por ciento de los votos. Las próximas elecciones, previstas para
1964, serían sin duda el siguiente round de la Guerra Fría,
o al menos un desafío.
Reed esperaba encontrarse en el
aeropuerto de Santiago con algún representante de Capitol Records.
Encontró en cambio una multitud de adolescentes histéricas
que aullaban ¡Viva Dean! Las pancartas con su foto y su nombre en
letras gigantes podían leerse desde la ventanilla del avión.
El cowboy descubría América, la revolución y la fama,
todo al mismo tiempo, el día en que perdía la camisa a manos
de una fan desesperada. Esa noche se hospedó en el Hotel Carrera,
a un costado de la Casa de la Moneda donde culminaría el proyecto
golpista de la CIA.
Reed no tarda en conocer a Pablo
Neruda y Víctor Jara, por entonces miembro del equipo estable de
directores del Instituto del Teatro de la Universidad de Chile. Jara, hijo
de campesinos y ex seminarista, es un poco mayor que Reed. Los dos vienen
del campo, los dos padecieron los prejuicios religiosos de sus padres.
Por otro lado, los folcloristas chilenos están muy influenciados
por Violeta Parra, que ya ha viajado a la Unión Soviética
y volverá a hacerlo varias veces hasta fijar, por fin, su residencia
en París, lo que favorece la movilidad entre un continente y otro.
El Partido Comunista chileno tenía buena llegada entre músicos
y artistas y lo mismo sucede en la Argentina, adonde Reed viaja por primera
vez para realizar un par de actuaciones en televisión.
Del lado argentino
Como en Chile había frecuentado
a Parra y Jara, Reed contacta en Argentina a Horacio Guarany y algunos
artistas vinculados con el PC. Pero el cruce de la cordillera parece autorizarlo
a darse un lujo nuevo: coquetear con la frivolidad. Y la frivolidad, en
aquellos años, se llamaba la Nueva Ola. Y la Nueva Ola argentina
tenía nombre y apellido: Ramón Ortega.
Quizá fue durante la gira
chilena de Carlinhos y su Banda cuando Ortega, por entonces un joven baterista,
conoció a Dean Reed. El cowboy nunca llegó a narrar ese primer
encuentro, y hoy Ortega tiene pasatiempos más importantes que ponerse
a evocar al rubio que casi le birla la novia. Lo cierto es que, luego de
aquel supuesto encuentro en Chile, Ortega se separa del grupo y desde una
oscura pensión de Mendoza lanza su carrera como Nery Nelson. Pero
ese primer nombre artístico no tardará en sucumbir a otro:
Palito. Como Reed, Palito Ortega usaba botamangas ajustadas (lo que enflaquecía
todavía más sus ya delgadas piernas, que le habían
inspirado su nom de guerre). También ensayaba el movimiento de cadera
sin levantar ni mover los pies, balanceando los brazos de un lado hacia
el otro, como anunciando el twist que se venía. Reed había
dejado el campo por la ciudad en 1958; Palito apenas dos años antes.
Y Buenos Aires es a Tucumán un poco lo que Hollywood a Wheat Ridge.
Esas curiosas coincidencias convergen en una particularmente notable: los
sets de filmación de dos largometrajes dirigidos por Enrique Carreras.
En una de ella, Mi primera novia, Palito y Reed se disputan nada menos
que a Evangelina Salazar. El tucumano se la queda en la vida real, pero
en el film el que triunfa es el rubio.
Yo quiero a mi bandera
Las chicas del sur que persiguen
a Dean Reed para arrancarle la camisa no sólo son beligerantes en
términos hormonales; también hablan el mismo idioma de Paton
y los liberales de California. Dean, por su parte, se opone a las pruebas
nucleares que los Estados Unidos realizan en el Pacífico sur, y
en señal de protesta lava la bandera de las franjas y estrellas
frente a la embajada norteamericana de Santiago. El hecho cobra notoriedad:
Reed aparece en una fotografía cuando es arrestado y durante el
resto de su vida hablará de ese día como el fundador de su
reencarnación en revolucionario.
De allí en más, Reed
dirá que aquel día quiso lavar la sangre del pueblo vietnamita.
Los chilenos, sin embargo, hicieron notar un detalle curioso: ¿por
qué lavar la bandera con detergente y no quemarla, como era la rutina
en esos casos? El matiz no es insignificante: Dean lava lo que entiende
que se puede limpiar, mientras que la quema es un recurso sin apelaciones.
Si Reed quema la bandera, quema las naves; si las lava, podrá usarlas
cuando quiera. Y las va a usar.
De hecho, a lo largo de su vida,
Reed se cansó de dar entrevistas junto al hogar a leña de
su departamento de Berlín donde colgaba la bandera del escándalo.
En rigor, lo que Dean Reed nunca contó fue que si ese mismo día
lo pusieron en libertad fue gracias a la intervención del consulado,
el mismo que supuestamente lo tenía fichado como tipo peligroso.
Ése es uno de los detalles que esgrimen como evidencia los que piensan
en Dean Reed como el más conspicuo de todos los agentes de la CIA.
Una vez más: Who’s Dean Reed?
Al Este del paraíso
En junio de 1965, el mismo año
de Mi primera novia, Reed viaja como delegado –supuestamente argentino–
al Congreso por la Paz en Helsinki. Por qué y cómo llega
hasta ahí es todo un misterio. Ni siquiera Reggie Nadelson ha podido
desentrañarlo. Nadelson es el laborioso autor de Comrade Rockstar,
una formidable biografía del cowboy que le llevó diez años
de trabajo siguiéndole los pasos. Ahí se desovilla prolijamente
el entretejido de relaciones, vínculos y circunstancias que le permitieron
a Reed consolidarse como una de las figuras públicas más
destacadas del bloque socialista.
Después de ese primer contacto
con la URSS, Reed regresa a Buenos Aires y encuentra el paisaje cambiado:
Illia ha sido reemplazado por Onganía. Sus declaraciones sobre el
congreso de Helsinki son motivo suficiente para que las autoridades decidan
deportarlo. Al menos así lo declaró Dean cada vez que tuvo
oportunidad de contar cómo había sido su transformación
de gusano en mariposa, de capitalista en comunista. A todos los que quisieran
verla, Reed les mostraba la foto en que se lo ve con un smoking de seda,
escoltado por unos policías sonrientes que le profesan más
admiración que otra cosa. La imagen no parece estar a la altura
de los ultrajes de la época. Por otra parte, salvo las que retratan
esos dos episodios heroicos, no hay muchas otras fotos del paso de Dean
Reed por Buenos Aires o Santiago. Lo cierto es que Dean se fue (o lo fueron)
a Roma, donde trabajó en varios westerns spaghetti. Hizo de corsario,
de pirata, de karateca, de Zorro y de cazador de fortunas. Entretanto siguió
con los viajes a la URSS, hasta que finalmente, en un festival de cine
en Leipzig (Alemania Oriental), conoció a Renata Blume, una actriz
alemana con la que acabó casándose y compartiendo el sexto
piso “A” del edificio de Schmockwitz Damm (Berlín Oriental) donde
se quedaría hasta su oscura muerte, en junio de 1986. A lo largo
de esos veinte años realizó un centenar de giras por toda
la Unión Soviética, China, Medio Oriente, Cuba y Nicaragua.
Filmó películas antiamericanas en Rumania y dirigió
un desconcertante documental sobre Víctor Jara. Cantó para
Arafat, para las tropas el Vietcong, para los sandinistas en plena campaña
y para el mismísimo Brezhnev, que se jactaba –al igual que Honecker
o Ceaucescu– de ser “amigo personal de Dinrrid”.
¿Era su status de estrella
lo que le permitía visitar tanto los Estados Unidos? La idea de
que hubiera desertado no se ajusta a la frecuencia con la que viajaba –no
sólo a EE.UU. sino a Londres, París y muchos otros destinos
del mundo capitalista– sin ningún tipo de reparos por parte de las
autoridades. (La Argentina, cuándo no, fue la excepción.
En julio de 1971 Reed intentó volver, pero el gobierno le negó
la entrada. Ingresó clandestinamente vía Uruguay y fue detenido
y enviado al pabellón de contraventores de Villa Devoto, donde lo
primero que hicieron fue cortarle el pelo. “Podría ser el corte
de cabello más caro de mi vida”, declaró a la revista Siete
Días, “ya que el 13 debía comenzar a filmar un western de
acuerdo con un contrato firmado. Si me aguardan una semana más,
podría hacer el film. Lo que no sé es cómo vamos a
hacer para explicar que mi personaje tenga un corte de pelo ‘a lo preso’.”)
El diario Pravda había dicho que Reed “había abandonado su
país en señal de protesta por la injusta guerra en Vietnam”.
Pero en todos esos años, por curioso que resulte, no hubo un solo
abril en que el ciudadano norteamericano Dean Read no presentara su declaración
de impuestos ante el Internal Revenue Service de los Estados Unidos.
Dean Reed todavía tiene fans
en muchas partes del mundo y hasta un sitio en la web (http://www.deanreed.de).
Cada vez que tengo oportunidad de hablar con algún ruso, rumano,
búlgaro o argentino, les pregunto si se acuerdan de Dean Reed y
trato de armar la imagen que más me complazca ese día dándole
a la pregunta del bumper sticker nuevas interpretaciones. Quizá
las más curiosas sean las que giran alrededor de su muerte. O su
no muerte. Hay quienes creen que la CIA, la misma que lo habría
contratado en 1963, tuvo que cargárselo cuando Reed decidió
regresar a Colorado. Otros sospechan de la Stasi (la policía secreta
de Alemania comunista) y mencionan ciertos 300 mil dólares que Reed
guardaba en una caja de seguridad en Berlín Occidental. Abundan,
desde luego, las conspiraciones atribuidas a bandas neonazis y maridos
celosos. Quizá la conjetura más romántica sea la que
sostiene que Reed se suicida al ver lo que se le viene cuando las bandas
de rock norteamericanas empiezan a invadir el este europeo. Después
de todo, el mundo comunista era un territorio que le pertenecía
casi exclusivamente. Ahora, con la Perestroika, competidores como Billy
Joel llenaban la Plaza Roja y hasta le arrancaban aplausos a la momia de
Lenin.
Pero la versión que definitivamente
se lleva todos los premios es la que lo supone aún con vida, a los
67 años, en algún lugar del sur de la Argentina. Como Dios,
Dean is Alive and Well, in Argentina.
La
muerte de Dean Reed según la policía alemana
¿Crimen,
suicidio o accidente?
Después de la confusa muerte
de Dean Reed, su madre, la señora Brown, viajó a Berlín
con el objeto de realizar algunas averiguaciones. “¡Dios mío,
cuánta pompa y circunstancia!”, dirá años más
tarde, entrevistada por el biógrafo Reggie Nadelson: “Cuando le
pregunté al oficial de quién sospechaban, el tipo me miró
como si estuviera loca. Nunca voy a olvidar su respuesta: ‘Hay tres cosas
a considerar. Primero, asesinato. Segundo, suicidio. Tercero, accidente’.
El hombre respiró profundamente y concluyó: ‘En cuanto a
lo primero, sabemos que no existe criminalidad en la República Democrática
Alemana. Con respecto a lo segundo, conocíamos bien al camarada
Dean y sabemos que jamás se hubiera quitado la vida. De modo que
sólo nos queda la tercera alternativa: fue un accidente’.”
La
carta a Solzhenitsyn
“Mi país
está enfermo”
En 1971, a pedido de Arbatov, miembro
del Politburó de la RDA y responsable político del cowboy,
Reed escribe una carta abierta al Premio Nobel Alexander Solzhenitsyn,
primer disidente cuyas protestas se difunden públicamente en Occidente.
Éste es su texto:
Estimado Solzhenitsyn, colega en
las artes:
Es la sociedad de mi país
la que está enferma, no la del suyo. Los
principios de los que depende la
unión del suyo gozan de buena salud, son puros y justos, mientras
que los principios con que se construye la unión del nuestro son
crueles, egoístas e injustos”.
Dean Reed hizo muchas declaraciones
políticas a lo largo de su carrera en la Unión Soviética.
Por lo general, sus comentarios eran traducidos del inglés al ruso
por Oleg Smirnoff. Según Smirnoff, Reed era sincero, y su compromiso
político era sentido y sentimental. “Había algo en su forma
de decir las cosas que lo volvía creíble. Por empezar, su
idioma era el inglés, y para los adolescentes de aquí todas
las mentiras venían en ruso.” Smirnoff sostiene que Dean jamás
se arrepintió de nada, salvo de haberle escrito aquella carta a
Solzhenitsyn: “Dean no era un hombre culto ni nada que se le pareciera:
una carta suya al escritor ruso (a todas luces escrita por los servicios)
era algo francamente patético”.
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